19 mar 2007

¿Donde?

Los recuerdos son más astutos que una rata. Se esconden, se escabullen. Y un día, vuelven.

Cuando secuestraron a Roberto y Ana -en Buenos Aires, 1977-, mi hermana Andrea y yo despertamos en lo de mis abuelos paternos (a quienes nos habían entregado los militares) buscando La Nación, sección avisos fúnebres. Buscábamos los nombres de nuestros padres bajo una cruz. Estábamos también con mi hermana menor. 13, 11 y 3 años eran nuestras edades. Ya sabíamos que había desapariciones. Roberto y Ana nos habían informado de ello, también de los riesgos de vida. También que había militantes que estaban en cautiverio hacía un tiempo. Pero nosotras los buscábamos en los fúnebres. En la calle cada vez que salíamos. En cada noticia que daban en la tv. En cada llamado telefónico. Y en cada timbre que sonaba en la casa de los familiares por los que deambulamos hasta que fuimos a parar al campo.

El contexto, político sobre todo, en el cual desapareció Jorge Julio López no es igual que el de fines de la década del 70. Pero López también desapareció. No está en ninguna parte, dijo Videla una vez.
La sensación -de mierda- de estar en la nada, frente al secuestro de un ser querido, era dolorosa. Pero luego lo fue mucho más." Lo peor es la incertidumbre", escuché decir a los familiares de López hace dos días, negando lo que, tal vez, ya sea un hecho. No hay certeza, no hay cadáver, no hay noticias. No se quiere afirmar. No se puede afirmar, en relación a los 6 meses de la desaparición de López. Porque resulta increíble, inconcebible. Porque estamos en democracia. Hace rato. Porque el de López no era el primer testimonio de los Juicios de la Verdad. Porque, ¿quién subestimó los riesgos: El Estado, el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, los organismos de derechos humanos, todos los ciudadanos?

El otro recuerdo-rata me lo manda mi hermana Albertina por mail. Van a editar un libro con confesiones de personas de la cultura, o algo así. Ella, junto a sus confidencias, seleccionó fragmentos de la correspondencia que tuvimos con nuestros padres mientras estaban secuestrados. En la carta que les escribí, les cuento, detalladamente, nuestros horarios en el campo. Y ahí va llegando el recuerdo, como un tornado esta vez. Me aturde por un rato y no me deja identificar contextos, cuerpos, momentos políticos.

Mi finalidad era tener un contacto con mis progenitores. No podía tenerlos conmigo, no podía verlos, no podía saber dónde estaban ni cómo. Pero -si la carta les llegara- ellos podrían saber que nosotras a las 9 estaríamos desayunando, que a las 10 haríamos gimnasia, que a la 1 almorzaríamos. Que si el día fuera lindo estaríamos en la pileta a las 16. Yo había pensado: tal vez ellos no estuvieran tan vencidos y pudieran pensar en nosotras cuando desayunábamos. Cuando nadábamos. Cuando yo pensaría, a las 16, que me imaginaban nadando. Mientras nadaba. Y me sentiría menos sola. Sería la única certeza recíproca que tendríamos.
Ahora el tornado me suelta y yo digo: Madre, viste, "la chiquita" -como todavía le dice Andrea mientras yo me enojo- va con sus películas a Cannes. Padre, tranquilo, que hay niños varones en la familia.

Son las 9. Desayunamos.

Padres, ¿está acaso López ahí?
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