Estaba camino a cumplir once años cuando mi padre llegó esa tardecita eufórico a casa. Traía bajo el brazo un libro, aunque eso no era nada extraño en él. Pero este era más grande. Le contaba a mi madre que había estado con Oesterheld, por eso traía ese día la edición petardo de El Eternauta 2. Creo que no me equivoco si afirmo que ellos eran casi los únicos que se reconocían y sabían sus historias. En épocas de persecuciones salvajes, nadie quería saber nada de nadie. Ese atardecer creo que de primavera, año 1976, sería la última vez que papá y su amigo “el viejo” se veían en libertad. Pero no sería la última vez que mi familia sabría de él. Ni él de mis padres.
No me acuerdo cuantos años tenía la primera vez que supe de la historieta sobre los copos matadores, porque leía libros desde que aprendí a leer a los 6 años. Bah, en realidad aprendí a leer palabras sueltas u oraciones simples un poco antes. Porque mi hermana, dos años mayor que yo, me hacía jugar “a la maestra” y me hacía sentar en mi silla bajita de mimbre con apoyabrazos y respaldo de madera blanca mientras ella, frente al pizarrón que nos habían comprado, me enseñaba letras y números. Yo nunca podía ser maestra porque, decía, no le podía enseñar. Cosa que era cierta. A mí el rol de maestra me importaba un pito, pero tenía la sospecha que si la hacía hacer de alumna a ella el juego se terminaría inmediatamente. Un día, harta de “jugar” y de que ella no aceptara mis pedidos sobre el rol de maestra, le tiré por la cabeza un suecazo de cuero azul que tenía pintado un sol naranja y que me habían comprado en la feria hippie de Plaza Italia. El escándalo hogareño fue suficiente para que solo retomara mis “estudios” en la escuela y frente a la maestra de primer grado contando, eso sí, con alguna ventaja. Mis padres me habían hecho precoz en la lectura, aunque mi primer libro no fue El Eternauta sino una edición en tamaño gigante de Alicia en el país de las maravillas que años antes a esa tarde me había regalado también mi padre. De El Eternauta demás está decir que en ese entonces no entendí demasiado. De Sargento Kirk, un poco más. Al “viejo”, como le decían, lo había visto con mi padre un par de veces de las cuales no recuerdo nada.
Me da pudor exponerme y escribir. Pero hay cosas que es necesario recordar o contar y alguien tiene que hilvanarlas, con un hilo rojo o el que sea. Así que sigamos. Hace dos días pasaron en la tele una entrevista a Ricardo Darín que me gustó mucho. El dice algo así como que la historia que escribió el autor de El Eternauta fue contemporánea y esta que se acaba de estrenar también lo debía ser. Y que el autor, cree él, estaría de acuerdo con la incursión de Salvo como ex combatiente. Adhiero. En mi opinión, agradezco también que al menos en esta primera temporada el genial Stagnaro no haga alusión al tema del genocidio de Estado. A veces lo no dicho es más potente que lo que se enuncia con bombos y platillos. El tema está omnipresente. No puede escindirse la desaparición de Oesterheld de su obra. Ni siquiera en una adaptación. El genocidio de Estado, las desapariciones y las excelentes políticas reparatorias ya son un hecho mundialmente conocido y valorado. Más allá de la utilización que algunos hayan hecho y que no abordaremos en esta ocasión. Sobre todo lo que envuelve a la dictadura hay conciencia en la ciudadanía, basta recordar la marcha del 2x1. Igual supongo que en algún momento habrá alguna referencia a ese período de la historia, aunque sea mínima, en la serie. El autor lo necesita. Veremos que vuelta le encuentran los guionistas. Hasta aquí, al menos, quién hubiera dicho que una producción de Netflix iba a ser quien haga el recuento de tantas penas sin reparar, de tantos sufrimientos que aún hoy repercuten en mucha gente, de tantas cosas que pasaron en el último medio siglo. En ese sentido, termina siendo un grano en el c.. para quienes quieren barrer y echar bajo la alfombra. Pobre Argentina. Veteranos de Malvinas, el 2001, la gente sin techo, las crisis sucesivas, las decisiones que llegan tarde y mal… Como para que la gente no quiera ponerse un traje de amianto o directamente votar a Milei, que fue como decir Tout a la merde. Creo, pese a tanto descreimiento acumulado, en los granitos de arena que conforman una playa. Adoro que el grano de arena que es mi hijo Mate dentro de las producciones audiovisuales (estudió en la FUC y es segundo de cámara), cuando se enteró que se iba a filmar la serie del Eternauta, me comentó: y sí, me encantaría que me llamen. En los trabajadores de cine esta serie era muy esperada. Luego se enteró que los equipos ya habían sido convocados. Y un día, de la nada, lo llaman para un reemplazo. Nadie sabía (ni sabe) de su historia. Pero en casa celebramos cuando pasa en la vida, ese “lo pedís, lo tenés” que alivia un poco el alma.
Así que hay motivos para tener un medido entusiasmo en eso de “nadie se salva solo” del que hoy día se apropian tantos líderes políticos que van desde el centro hacia la izquierda. Considero -a riesgo de pinchar el globo- que es imprescindible para todos, no pasar por alto una frase anterior a esa, en el mismo prólogo escrito por Oesterheld. Allí, Héctor (perdón la confianza, maestro, pero tenemos prácticamente la misma edad) expresa que, en El Eternauta (y en la postura total de Oesterheld, diría) no hay un héroe central. El escribe, seis líneas más arriba de la frase más famosa: “Ahora que lo pienso, se me ocurre que quizá por esta falta de héroe central, El Eternauta es una de mis historias que recuerdo con más placer”. Y después sí, dice: “el único héroe válido es el héroe en grupo”. Nadie se salva solo. La decisión de ser un héroe en grupo, de formar parte de algo superador de uno mismo, es una decisión individual. La decisión de ser “en grupo” fue individual de Salvo primero, de Favalli después, de cada uno de los que entendieron que ser en grupo era la decisión que había que tomar. Fue la decisión en Oesterheld de un hecho superador de su profesión de guionista y pensador, para unirse a algo más grande. En esa lógica se inscribe que el autor se sintiera especialmente a gusto con la creación de un héroe que es/son todos/as, porque el héroe, en definitiva, es el pueblo en una amalgama perfecta entre sí, donde el protagonista a veces es uno y a veces otros, según la necesidad de la historia y de la narración. Tanto incluye que hasta él mismo tenía que estar presente. La salida colectiva era la única esperanza en un mundo que estaba lleno de ataques y enemigos. Aunque esa decisión individual de ser un héroe colectivo llevara más responsabilidad y compromiso que el camino individual solamente. Hoy, esta frase de nadie se salva solo debería calar hondo en quienes creen, erróneamente a mi parecer, que el asunto ya lo tienen masticado. Dirigentes, políticos, líderes que van desde el centro hacia la izquierda. Hay muchos que todavía juegan al “toma y daca”, escudándose en formas de la política que van quedando viejas cada vez más rápido. Pero que todavía les sirve, a veces, para mantener el kiosquito. En mi opinión, ya no hay más margen para cagadas, muchaches. ¿No les bastó con la llegada de Milei? Piensen, aunque sea a la noche cuando apoyan la cabeza en una almohada seguramente limpia y perfumada, tan lejos de las condiciones infrahumanas en las que “el viejo” (no) durmió sus últimos días, piensen, digo, si esa idea del héroe colectivo que es tal -volvamos a repetir- por una decisión individual de tener la entereza de serlo, no los interpela aunque sea un poco.
La vez que mi padre, o sea Roberto Carri, el sociólogo fundador de las cátedras nacionales, el escritor, el periodista, el futuro desaparecido, entró entusiasmadísimo a casa, un día no preciso de 1976, con El Eternauta bajo el brazo, fue el último día que se encontraron en libertad.
Hubo, ya en cautiverio, al menos otras dos tandas de encuentros. Siempre en Sheraton. Una fue en junio/julio de 1977, según da cuenta quien era entonces muy jovencita, luego sobreviviente y años más tarde prestigiosa fotógrafa, Paula Ogando. La última vez de la tanda, según pudimos reconstruir muchos años después, fue una noche a mediados de octubre del mismo año, cuando Oesterheld fue trasladado desde el campo de concentración Vesubio al centro clandestino de detención Sheraton, donde estaban secuestrados, desde el 24 de febrero de 1977, mi padre y mi madre, Ana María Caruso. Al Sheraton le decían así por la relevancia de las personas que tenían cautivas en el lugar. El historietista había sido secuestrado el 1ro de abril de 1977 y fue llevado a ese centro luego de haber estado en el Vesubio. Permaneció en Sheraton hasta fines de diciembre de 1977, con traslados esporádicos que seguramente tenían que ver con las torturas extorsivas a que era sometido para que brindara información sobre sus hijas. Todo esto se supo a partir de testimonios e investigaciones judiciales que se fueron desarrollando a lo largo de los años. Y que, con el correr del tiempo, derivaron en la condena de los involucrados con sentencias condenatorias que marcan como agravante, en el caso de mis padres, el hecho de haber sido perseguidos políticos.
Cuando Oesterheld fue llevado al (centro clandestino de detención) Sheraton, junto a él trasladaron a una niña de apenas 12 años que, escuchen bien, también había sido secuestrada. Sola. A su madre la habían matado en el operativo. Cuenta que (Oesterheld) “llega conmigo desde Vesubio, pero parecía que ya lo conocían de antes”. Sí, mamá y papá, seguro.
La niña secuestrada posteriormente (a fines de noviembre de 1977) fue liberada y declaró muchos años después en el juicio correspondiente. Al resto que estuvieron con ella los mataron a todos. Mientras que permaneció en Sheraton, donde ella fue llevada después de haber permanecido aproximadamente cinco semanas en Vesubio, por la mañana en el centro clandestino estudiaba. Tres de sus compañeros de cautiverio le daban clases: de Geografía, Historia, Lengua, Matemática, Inglés. Mi madre era profesora egresada de Filosofía y Letras y recuerdo que siempre estaba muy atenta a los programas de estudio. "Los Carri enseguida asumieron la responsabilidad de su estudio. Improvisaron una suerte de escuela con horarios: por la mañana le enseñaban las materias fundamentales como Lengua, Matemática y Ciencias Sociales, y por la tarde, Héctor la ayudaba a hacer la tarea y a repasar", cuentan en el libro Los Oesterheld.
La niña hoy adulta misma me contó que, cuando se reintegró al colegio, ya en libertad, la adelantaron un año porque se sabía todos los contenidos.
La memoria es como un rompecabezas. Cuando falta una ficha no puede ser reemplazada por otra. A veces las fichas están todas y se completa. Este no es el caso. Y faltan fichas en esos años de terror. ¿Dónde están las historietas (supuestamente sobre próceres de la patria) que, dice mi madre, Oesterheld escribía estando secuestrado? ¿Dónde está su autor? ¿Dónde los nietos? Hubo además fuerzas represivas que nunca fueron identificadas y restos mortales que siguen sin aparecer. Los de Héctor, los de Roberto, los de Ana. Los de otros.
Mi madre nos contó en una de las cartas (increíblemente, los captores les permitieron enviar algunas estando en cautiverio): “el pobre viejo se pasa el día escribiendo historietas que hasta ahora nadie tiene intenciones de publicarle”. Obviamente, le respondo en su ausencia y con años de delay. Y antes: “Ahora está con nosotros “El viejo” que es el autor de “El Eternauta” y el “sargento Kirk”, se acuerdan?”
Sí, mamá. Me acuerdo. NOS ACORDAMOS.